El hierro mata. Contamina. Intoxica a todos aquellos que se ven involucrados en él, ya sea en las guerras, ya sea en la fabricación de armas o en cualquier barbarie que el ser humano pueda concebir. Son los necios los primeros en dar un paso hacia delante y así empuñar las armas. Aunque la razón nos dicte lo contrario, los impulsos y los instintos son poderes místicos que arrebatan al hombre lo único que posee, la voluntad. Sin ella, parecemos simples marionetas regidas por un titiritero que deja a Dios a un lado y abraza complaciente a la sinrazón.

Sin lugar a dudas, el hombre destruyó con la ayuda del hierro toda posibilidad de vida más allá de la vida misma, es decir, toda posibilidad de magia. Aquellos seres míticos que poblaron el bosque, murieron. Fueron aniquilados y devastados por la voracidad del hierro candente y por el ansia humana de sobrevivir más allá de la muerte.

Y aquella que nos puede dar la vida, aquella naturaleza, queda y resta suavemente silenciosa ante los pasos de su hija, la mujer, embellecida por un entorno salvaje, fuerte y ágil, estandarte de una jauría de lobos. Princesa. Princesa de un bosque que sabe que la necesita y necesitada de aquella magia, que protege con su vida y la vida de su manada, sabedora de la maldad del hombre se mantiene cautelosa, al acecho.Y todo acaba como siempre. Una sociedad estúpida que trata de imponerse al individuo, el individuo que trata de imponerse a la sociedad, héroes y villanos todos teñidos de tonos grises, de matices, psicológicamente sencillos, de actos totalmente imprevisibles y aderezados por el miedo y la violencia consiguen o no lo que desean. Pero siempre queda esperanza. Una esperanza que guía a Hayao Miyazaki a emprender un camino sin retorno a través de sus films, como contemplando desde el cielo una delgada línea, un hilo finísimo con el que quizás, algún día, quede tejido un mosaico donde poder ver aquello que aguarda tras...